Por Agus el Elefante
Corresponsal Goloso de Canal Horeca
Dicen que el centro de Santiago no tiene alma. Que es un lugar de paso, donde en sus esquinas uno no espera encontrar nada especial. Pero a veces, basta con doblar la trompa en la dirección correcta para descubrir que la magia se esconde justo ahí. Entre oficinistas apurados y vendedores ambulantes, en un escenario donde las personas corren, transaccionan, trabajan, donde no hay ni casas ni vecinos, al menos no en el sentido clásico.
Así fue como llegué a Hola Café, una cafetería chiquita en el centro de Santiago, casi en la esquina de Paseo Huérfanos con Morandé. Desde afuera, parecía un lugar más, sin embargo, encontré un rincón que desmiente ese mito con algo tan simple como un saludo.
Hola Café no tiene terraza amplia ni fachada llamativa. Pero tiene lo más importante: una puerta abierta, un “hola” que abraza. Este café ha logrado algo poco común: crear comunidad donde no la hay. Convertirse en un barrio sin barrio que, sin embargo, es punto de encuentro, y eso, para un elefantito como yo, que camina lento y se fija en los detalles, vale más que mil metros cuadrados.
La visita comenzó como suelen empezar las mejores historias: con curiosidad y un cappuccino. El café es italiano, de la casa Segafredo. Hola Café no busca competir con otras cafeterías. Es honesto, directo, sin rodeos: grano bueno, preparación eficaz. Aquí la estrella no es la espuma perfecta, sino la calidez del equipo que lo prepara. Un café que sabe a pausa, a barrio, a “estás a salvo por un momento”. Eso sí, hay joyitas ocultas que vale la pena descubrir, como su “Café Hola Blanco”, una mezcla de café, leche, crema y chocolate blanco italiano, que según ellos, y yo confirmo, representa muy bien su espíritu: dulce, simple, pero con carácter.
Me recibió Paola, que no es la dueña, pero sí el corazón del lugar. Ella conoce a todos, saluda a cada quien como si fueran parte de su familia elegida, y a los nuevos, como yo, les da una bienvenida que se siente como un cálido «ya te estábamos esperando». El café no es de especialidad, pero es un buen grano, preparado con cariño. Es, como diría un oficinista apurado, justo lo que uno necesita para arrancar el día: sabor, velocidad, y un «hola» que te humaniza.
El equipo que lo hace posible es una mezcla tan sabrosa como la diversidad de su carta. Sebastián, el barista, es el sabio del café, un apasionado con quien se puede hablar de métodos, temperaturas y secretos. Me contó de cómo algunos clientes piden versiones especiales y él se las prepara con dedicación y me confesó que trabajar ahí es un gusto: “Somos como una familia, aunque no tengamos lazos de sangre”. Y así descubrí que este no es un lugar de tránsito; es un punto de retorno. Una parada obligada para quienes ya no necesitan mirar la carta porque «lo mismo de siempre» lo dice todo. También conocí a Marita, puro estilo: una rockstar bohemia, moderna, simpática, con una camiseta que lleva con convicción: “Un buen día comienza con un café y una sonrisa”. Alegre, auténtica, como sacada de un videoclip, pero con los pies firmes en la barra le da todo el estilo al lugar. Cada integrante aporta su esencia, y juntos logran una alquimia que transforma el local en un refugio.
Hola Café nació en 2017 como una especie de oasis entre el ruido de la ciudad, con la idea de ser un “take away” y con el sueño de compartir algo más que café: querían compartir historias, encuentros, una pizca de barrio en un lugar donde nadie vive, pero todos pasan. Crear un espacio de cercanía real, a pesar del ir y venir de una ciudad que rara vez se detiene. Mientras observaba, vi algo que no siempre ocurre en cafés del centro: personas que no sólo compran, sino que conversan, oficinistas que se saludan como quien saluda a una vecina. Un barrio sin casas, pero con lazos reales. Donde la rutina laboral se convierte en excusa para construir comunidad y lo más valioso, no se ve: se siente. Es ese saludo personalizado, ese “lo mismo de siempre” que vale más que cualquier carta. Porque en un barrio donde no hay casas ni vecinos, Hola Café ha construido comunidad. Me lo demostraron los clientes que entraban saludando como si saludaran a la vecina de al lado. Porque, en el fondo, eso son.
Entre clientes que entraban como quien vuelve al living de su casa, conversaciones de pasillo, y saludos al vuelo, me enteré que la propuesta gastronómica es amplia, a pesar de no tener cocina. ¿El secreto? Proveedores escogidos con pinzas y una carta que logra tener algo para todos. Su cocina es honesta, sin pretensiones, pero con mucha intención. Es una carta que equilibra lo familiar con un giro neoyorquino: ensaladas variadas, sopas, sandwiches, platos como lasaña o ají de gallina, y una rotación de quiches según la temporada. Marita me dijo que todos los almuerzos “son ricos y cada uno tiene su favorito”, y lo comprobé: cada quien que entraba tenía su favorito, como si se tratara de la receta de una tía querida. Y sí, también hay dulces, ¡por suerte!. Medialunas argentinas (con o sin relleno), alfajores, cuchuflís… una vitrina para los golosos, entre los que me incluyo sin pudor.
El diseño del local tiene historia: madera reciclada de una casa que sobrevivió al terremoto de Concepción en 2010, colores naranjos que iluminan como el sol de la mañana y un mesón que invita a quedarse un rato más de lo planeado. “Queremos que aquí se respire calma, pero también ganas de seguir”, me dijo Paola con convicción. Y lo logran. Es un lugar con una una atmósfera pensada para equilibrar la calma con las ganas de seguir “Queríamos un espacio donde se respirara trabajo, pero también bienestar” me contaron. Nada es pretencioso, pero todo tiene una intención clara. No sobra nada ni nadie. Todo invita a volver.
Les pregunté por la competencia, porque en ese sector abundan las cafeterías. Paola, con su sonrisa permanente, me respondió algo que me encantó: “No hay competencia cuando cada lugar tiene a sus clientes fieles. Nosotros tenemos a los nuestros, y ellos nos tienen a nosotros”. Y pude verlo y vivirlo y fue elefantástico.
Cuando les pregunté cómo describirían al café si fuera una persona, respondieron: “Sería acogedor, cercano, amable, muy ágil y quizá un poco detallista. Como ese amigo con el que siempre se puede contar para una buena charla”. Y así fue: Hola Café me abrió la puerta como si ya me conociera. Y yo creo que también sería un poco como Paola, como Sebastián, como Marita. Un café con alma. Y eso, amiguitos, no se encuentra todos los días. Y cuando me fui, no me sentí un visitante, sino un vecino más de este barrio invisible, pero profundamente humano.
Sin embargo, antes de irme, volví a leer la consigna en la polera de Marita: “Un buen día comienza con un café y una sonrisa”. Y ahí entendí todo. Hola Café no busca cambiar el mundo. Busca cambiar el minuto. El instante. Ese momento entre correo y correo, entre reunión y reunión, entre cliente y cliente. Al salir, lo hice con calma, algo inusual en esta parte de la ciudad. Como elefante que ha encontrado sombra bajo un árbol en medio del desierto urbano, entendí que este no es solo un café. Es una pausa. Un gesto. Un saludo cálido en medio del apuro. Un “hola” que, por simple que parezca, puede marcar la diferencia entre un día más… y un buen día.
Así que si alguna vez andan por el centro y sienten que el día necesita una pausa, busquen esta esquina. Donde no hay casas, pero sí hogar. Donde no hay vecinos, pero sí cariño. Donde un hola es el comienzo de todo. Y si escuchan una risita grave y unos pasos acolchados, quizás soy yo… que volví por otra medialuna.
